viernes, 27 de febrero de 2009

Osvaldo Giesso. Más que un estilo, una manera de vivir.











Ligado de por vida al risorgimimiento de San Telmo, el arquitecto Osvaldo Giesso domina como nadie las claves de este singular arrabal porteño. No es para menos: lleva ya diez años deplegando allí sus artes transformadoras, y los resultados son decididamente sorprendentes.



Entre los múltiples efectos resultantes de las lucubraciones arquitectónicas santelmenses de Osvaldo Giesso, el desconcierto y la desorientación no son los menos habituales . Ocurre que el prodigioso ingenio de Giesso viene practicando un saludable hábito expansionista desde 1968, año en que (desafiando "la inmovilidad imperante entre los porteños) decidió establecer su estudio de Arquitectura en Cochabamba al 300 , pleno San Telmo, un arrabal que a partir de entonces empezaría a padecer las intempestivas migraciones de los centristas (en el sentido geográfico del término), criaturas fastidiadas de las monotonías paisajísticas de sus barrios, y seducidas por el encanto levemente anacrónico de ésta pareja de extramuros, refugio de leyendas criollas y empedrados históricos que hasta entonces estaba llamado a terminar en museo. Una vez establecido allí, Giesso dedicó buena parte de su tiempo a reflexionar sobre las posibilidades habitacionales ofrecidas por San Telmo. Las conclusiones negativas lo sorprendieron justo cuando el vendaval de pobladores del centro arreciaba sobre los techos bajos del Sur. El pintoresquismo era una atracción irresistible, pero la escasa funcionalidad de la zona (ya prevista por Giesso) fue el principal obstáculo que conspiró contra el proyecto de habitarla. Muchos, esperanzados por encontrar allí las mismas comodidades ofrecidas por el barrio Norte, regresaron a su lugar de origen con la frente marchita, despotricando contra los inconvenientes de San Telmo y librándolo al disipado pathos de la bohemia vernácula. Giesso tuvo entonces la clarividencia de imaginar un barrio poblado de teatros, estudios, talleres de pintores, cafe-concerts y restaurantes: la manera más sensata de salvar de las ominosas demoliciones un estilo de construcción irrepetible.




Pero también hubo otros que adhirieron a esta decisiva corriente benefactora: la primera casa que Giesso compró en San Telmo la obtuvo de un antiquísimo inquilino que venía retobándose desde hacía mucho tiempo contra las implacables adversidades del progreso. Enterado de los proyectos incubados por Giesso, el enérgico locatario prefirió ceder su reducto a cuidados algo más benevolentes que las torpes mazas desmanteladoras. Desde entonces, el arquitecto Giesso, sufrió una suerte de virus expansivo que lo llevó, en poco más de 10 años, a apropiarse de una serie de casas linderas con la originaria, hasta erigir un laberinto en el que coexisten (misteriosamente conectados) el estudio Giesso, la morada Giesso, y dos teatros conocidos bajo el mote de Los Teatros de San Telmo. Ahora se entiende mejor por qué cunden el desconcierto y la desorientación apenas uno se interna en este pretérito falansterio hecho de escaleras, desniveles, múltiples conexiones, anexos y prolongaciones sorpresivas. Imposible saber cuando uno ha abandonado el estudio y cuando se está dentro de los límites de la casa (porque Giesso, pese al diagnóstico adverso con el que desaconsejó San Telmo como barrio para vivir, terminó sucumbiendo a sus apâts) cuando el refugio de week end ha quedado atrás, y cuando uno se encuentra en medio de una irreprochable galería de arte. Las fronteras entre uno y otro edificio parecen regidas por una deliberada ambiguedad, cosa de desmantelar el espíritu de esas criaturas que suelen adecuar sus personalidades a los ambientes por los que pasan. Osvaldo Giesso organizó el espacio según las leyes a la contiguidad: del living a una de las salas teatrales, hay apenas una magrísima puerta: un profundo corredor desemboca en un jardín salvaje que comunica subrepticiamente con la fundación San Telmo, con cuyo artífice, Jorge Helft, Giesso cultiva una antigua amistad. Pese a que su obra demuestra una legítima pasión santelmense, Osvaldo Giesso es enemigo acérrimo de las sacralizaciones arquitectónicas, flagelo que a menudo asola a los que se enfrentan con paredes añosas y construcciones pródigas en historia. Habitar una casa en San Telmo suele ser el pretexto para felonías arquitectónico-decorativas espantosas, tales como vivir sumido en un ambiente estilo mediados del siglo pasado, profuso en terciopelos colorados, formas barrocas y muebles rebuscados. Como si vivir en San Telmo fuera sólo eso. Lo de Osvaldo Giesso, según esta perspectiva, puede sonar como una herejía, un sacrilegio al que son particularmente susceptibles los espíritus quietistas y convencionales. Pero este estilo herético cobra su verdadera coherencia a poco que uno se interioriza de los principios que rigen cada una de las intervenciones del arquitecto Giesso.




Uno de los axiomas (quizás el fundamental) prohibe enfáticamente la práctica de un hábito generalizado entre los argentinos: la negación rotunda del pasado, hábito que, en términos arquitectónicos, se manifiestan en el horror descontrolado que merecen las grietas en las paredes, la pintura descascarada de los frentes, o el color empalidecido y rancio de persianas y postigos, y en una cierta fiebre de pintar y restaurar, síntoma inequívoco de una resistencia a convivir con los antes mensionados ratros del pasado. "San Telmo es viejo, y de ahí su atractivo, pero si todo está bien pintado y los achaques de la vejez no se notan, mejor": tal parece ser la reflexión que orienta los desafores arriba citados. Difícilmente se encuentre, en el complejo concebido por Giesso, algún signo de esos recauchutajes: abundan, en cambio, las demostraciones de una convicción que se propone, ante todo, enfrentar el pasado, reconocer la historia y coexistir con ella: ahí está el "valor" de un barrio como San Telmo, en la exhibición desfachatada de una pared que acusa las sucesivas manos de pintura, los denodados intentos le revoque: incesantes efectos de un tiempo que no hay por qué ocultar como a un pariente poco retardado. En la casa - estudio - teatro - galería de arte de Giesso el tiempo está ahí: visible e intacto, lejos de esas parodias restauratorias urdidas siempre con pudor, y sin creatividad.




Donde este respeto por el espacio preexistente se distingue de la mera veneración es en la búsqueda de autenticidad en la que Giesso parece embarcado desde siempre. Autenticidad de las paredes, con sus imperfecciones, sus desvencijamientos, sus descascares y su espléndida prolijidad; autenticidad de los postigos, que no han sufrido ninguna mano de pintura "reparatoria", y ostentan orgullosamente un color opacado por los años, autenticidad, por fin, de los techos: una red de vigas medio deshilachadas que resistirían estoicamente cualquier "retoque" moderno.




Pero así como Giesso reivindica la necesidad de recuperar tal autenticidad en el espacio original, su concepción acerca de la decoración de interiores se ajusta estrictamente a las corrientes más actuales. Respeto por el espacio originario no implica someterse a la esclavitud de su estilo. De modo que no sorprenderán los pisos de aluminio, los veladores de acrílico o madera, dignos de una ficción futurista de Stanley Kubrick (diseñados por el mismo Giesso), las inveteradas rejas sustituidas por chapas escultóricas de Iommi, las puertas por los cristales templados, y todo el tendal de funcionalismos que actualizan un hábitat de viejísima data. Osvaldo Giesso no experimenta frente a los contrastes lentos ese estremecimiento automático que suele recorrer los espinazos de los timoratos.




Si la decoración es una implacable declaración jurada de los gustos, las necesidades y también las debilidades más recónditas, el interior de la casa de Giesso es una suerte de autobiografía que dispersa sus capítulos a lo largo de ambientes austeros, casi monásticos, arcadas de luz, desniveles imprevisibles, objetos de arte (las preferencias son diversas, pero coincide en la informalidad: la goma pinchada de Iommi, el Cristo de todos los días de Noé, la planchadora asustada de Heredia, la carta, escena trágica y solitaria de Pablo Suárez) e inconformismos contundentes como por ejemplo, haber instalado en pleno living una larga barra tipo bar con la arcaica madera de los pisos. La cosa no pasaría a mayores si detrás de esa barra, Giesso no hubiese cometido la extravagancia de establecer su cocina. "¿Por qué no?, se sorprende él: "tener la cocina en el living suele depararme consecuencias desopilantes: cada vez que invito a amigos a cenar -amigos que en sus casas no acostumbran pisar la cocina con demasiada frecuencia-, la estratégica ubicación de mis hornallas suscita de ellos una participación exaltada y entusiasta, lo cual escandaliza muchísimo a sus mujeres". El living conserva intacto el clima de austeridad monacal de todo el conjunto. Originalmente vuelto hacia la calle Defensa, Giesso decidió que el paisaje ofrecido por la susodicha calle no le convencía demasiado, y optó por tapiar las dos ventanas, transformándolas en huecos destinados a cobijar pequeñas artesanías, muñequitos diminutos), haciendo girar toda la casa alrededor de un patio interno invariablemente colmado de luz, y reptado por enredaderas obstinadísimas.



Cuando Osvaldo Giesso trabaja para otros (cosa que hace con saludable asiduidad), sus inspiraciones suelen ser tan oportunas como las que lo sobrecogen cuando se trata de poner su propia casa. Eso sí: siempre teniendo en cuenta las particularidades del cliente, palabra que aparece poco en el lenguaje de Giesso, sustituída más a menudo por "amigo".



¿Trabaja solo para amigos, o es que todos sus clientes terminan siendo sus amigos? Más bien esto último, razón por la cual Giesso no puede presentarse a concursos: "Me resulta absolutamente imposible ponerme a trabajar a partir de los datos abstractos sobre los cuales suele trabajarse en esos casos: clientes anónimos, personalidades inexistentes..." Los que pusieron sus casas en manos de este incorregible cultor de la informalidad y las libertades (Angel Elizondo, Pérez Celis, y muchos otros) pueden atestiguar la autenticidad de este "enganche" que para Giesso es el motor de toda obra, de todo proyecto. Toda casa debe estar organizada en torno a un centro alrededor del cual gira la vida de la persona que irá a habitarla. No importa que este axioma inflexible conduzca a desmesuras como, por ejemplo, construir mini teatros en el living, o asimilar el clima de una vivienda al clima de un universo pictórico. Por eso, antes de emprender un proyecto, Osvaldo Giesso debe poner en práctica una curiosa, enigmática vocación indagadora, destinada a arrancarle al cliente sus deseos más intensos (con respecto a su casa posible), y más ocultos: deseos para los cuales Giesso siempre, infaliblemente, encuentra una expresión arquitectónica perfecta. Será por eso, quizá, que cada proyecto es una pasión, y cada cliente una insinuación inminente de un amigo.


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